
Atlas del Tablero
Antes del Rey,
las piezas ya habitaban el tablero.
El alfil cruzaba la luz y la sombra
sin ley ni destino.
El caballo galopaba en espiral,
sin rumbo ni sentido.
La torre se alzaba,
pero no guardaba nada.
La dama ardía,
pero su furia no respondía a nadie.
Y los peones, avanzaban
sin norte,
sin promesa,
una multitud sin causa ni corona.
No había un centro.
No había a quién proteger.
Y el tablero, aunque perfecto,
no era orden,
sino un campo de fuerzas sueltas,
un caos puro,
una guerra sin causa.
Entonces,
los dioses forjaron la luz,
moldearon la sombra,
y en el cruce de ambas
pusieron un Rey.
No por fuerza.
No por gloria.
Sino para sostener el caos
con su quietud.
Entonces, el Rey se volvió el eje.
El Atlas del tablero,
a quien dieron la carga
de guardar el orden,
de sostener sin caer.
Y así, las piezas encontraron su rumbo:
El alfil encendió el rayo,
y trazó las diagonales.
El caballo danzó en L,
mitad furia, mitad cálculo.
La torre se volvió un muro
vigía del orden inquebrantable.
La dama, incendio contenido,
giró su poder hacia el Rey.
Y los peones, comenzaron a susurrar
sueños de corona.
Y el Rey habló al fin:
El mundo pesa.
Pero yo peso más.
Que vengan las tormentas,
que se parta el tablero,
que el mundo no lo note.
Yo soy el Atlas del tablero.
No el caído,
sino el que eligió
no dejar caer nada.
Jess Zenteno