
Intro
Año 1989, en un barrio marginal de La Habana, Cuba. Un tío demasiado joven para ser padre, pero lo suficientemente adulto para cuidar a su sobrino de 4 años y medio, hace malabares para entretenerlo durante su asignación especial de cuidador provisional.
La escasez de opciones lo agobiaban; pues solo tenía dos en el playbook. La primera de ellas ya la había agotado en la mañana: el circo chino, una especie de gimnasia con el sobrino imitando trapecistas de circo, desarrollados siempre sobre la seguridad de un colchón. La segunda era imposible, pues para ello necesitaba una novia y no tenía en ese momento. Básicamente consistía en ir a visitarla con el sobrino a cuestas, para ganarse puntos femeninos mientras demostraba sus habilidades de cuidador responsable y el carisma natural del sobrino obraba también lo suyo.
Pues como muchos cubanos en esa época, y en la de ahora, ante la adversidad tuvo que improvisar. Amante del ajedrez y estudiante de ciencias de la computación (o cibernética matemática como se le llamaba en ese momento en Cuba), pensó que enseñar a su sobrino podría ser una solución ideal. Después de todo, si el abuelo le había enseñado a leer unos meses antes, ¿por qué no intentarlo con el ajedrez?
El experimento salió mejor de lo esperado. Mientras aprendía los nombres de las piezas y sus movimientos, el sobrino permanecía entretenido. Así, sin saberlo, lo que comenzó como un juego se convirtió en algo mucho más profundo. El niño había empezado una relación con el ajedrez que marcaría mucho su vida, incluso a veces, de las formas menos convencionales posibles. Esta es parte de su historia, mi historia, porque yo soy el sobrino.