
Graves Errores en la formación de un niño ajedrecista
Acompañar a un niño en sus primeros años de ajedrez es más parecido a cuidar un fuego que a seguir un manual. Si soplas demasiado, lo apagas; si lo descuidas, se enfría. En el medio, con aire justo y buen material, la llama crece sola. Con esa imagen en mente, vale la pena revisar algunos tropiezos habituales que, aun con la mejor intención, terminan frenando el desarrollo y el disfrute.
El laberinto de las “aperturas para toda la vida”.
A veces se arranca con una receta fija —Catalana, Inglesa, Londres— y se la repite como si fuera la única forma “correcta” de jugar. Es cierto que esas estructuras tienen valor y su momento de estudio; pero si se convierten en un corsé desde el inicio, el niño aprende a caminar siempre por el mismo pasillo y se pierde las puertas abiertas del resto de la casa. Esto puede resultar algo controversial y herir algunas susceptibilidades, pero lo diré sin rodeos: ignoren tanta información en la gran red que vende la idea de una apertura mágica que te hará salir siempre bien. Porque, ¡oh, sorpresa!, estas enseñanzas suelen estar relacionadas con sistemas cerrados. Te dicen: juega 1. d4 Cf6 2. Af4! ¡Londres Hiperacelerado!, y te venden una "gran línea" y fácil de aprender, cuando en realidad es un esquema que conviene conocer y jugar después de haber explorado mucho campo teórico previo. En caso contrario, solo contribuirá a la formación de un ajedrecista limitado.
La infancia ajedrecística es el tiempo de oler posiciones distintas, de probar ambos colores en el centro, de atacar y de defender. Más que memorizar secuencias, conviene buscar variedad: hoy una italiana abierta, mañana un gambito, pasado una siciliana. Quien se expone a horizontes distintos desarrolla adaptabilidad, y eso —no una línea “segura”— es lo que luego resuelve las partidas difíciles.
La tentación de “enseñar todo ya”.
También pasa que el entusiasmo de padres o entrenadores se convierte en un alud: horas de teoría, táctica avanzada, largos vídeos y poco juego con sentido. El niño asocia el ajedrez con maratones de datos y, sin querer, deja de disfrutar. El aprendizaje es mucho más sólido cuando cada sesión tiene un foco pequeño y un cierre claro: una idea, dos ejemplos, una partida corta para aplicarla y un comentario final que celebre el intento más que el resultado. La regularidad vence a la saturación; diez sesiones bien acotadas superan a una tarde interminable.
Pensar por él es robarle el ajedrez.
Es cómodo “corregir” cada jugada en tiempo real, pero eso fabrica jugadores obedientes, no pensadores. El niño necesita equivocarse, dudar, elegir. De allí sale la intuición. Una buena práctica es preguntar antes de opinar: “¿Qué querías lograr con esa jugada?”, “¿Qué pensaste que podía responder tu rival?”. Cuando el propio alumno se escucha, empieza a construir su criterio. Después sí, se le muestra la alternativa y se compara. El error deja de ser un castigo para convertirse en materia prima.
El tablero no debe ocupar toda la vida.
El ajedrez exige concentración y disciplina; justo por eso, un entorno equilibrado lo potencia. Deportes, música, lectura, juego libre: todo suma. Un niño que corre, que toca, que conversa, vuelve al tablero con aire fresco y más recursos emocionales. Si el calendario gira solo alrededor de torneos y entrenamientos, aparece el desgaste. Es mejor dejarlo con ganas de más que arrastrarlo a otro bloque de estudio por inercia.
En el día a día, estas ideas se vuelven concretas con gestos sencillos: variar las posiciones de práctica, recortar la teoría al tamaño de la edad, formular preguntas en lugar de dictar respuestas, y proteger momentos fuera del ajedrez como parte del propio entrenamiento. La meta no es que “sepa mucha apertura” a los seis años, sino que a los diez siga con brillo en los ojos, a los doce tenga criterio y durante toda su vida disfrute compitiendo.
El fuego crece cuando el material es bueno y el aire es el justo. En ajedrez infantil, el material es la variedad y el aire es el disfrute. Si cuidas ambos, el progreso llega solo: más comprensión, mejores decisiones y, con el tiempo, resultados.