
El genio comprendido
Bobby Fischer fue a la guerra y la ganó. Pero antes de hacerlo, antes de ir a Reykjavik a vencer a Boris Spassky, fue necesario sentarlo a jugar. Y eso no fue nada fácil. El ‘duelo del siglo’, como se conoció la final del Campeonato Mundial de Ajedrez entre el norteamericano y el ruso, pendió siempre de un hilo. Caminó al filo del fracaso simplemente porque Fischer negociaba como jugaba ajedrez. O ganaba todo o perdía todo. Es decir, no negociaba.
En 1972 la Unión Soviética era rey absoluto en ajedrez. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial todos los campeones mundiales habían sido soviéticos, lo que para el Partido Comunista era la demostración irrefutable de la superioridad de su cultura frente a la capitalista. La prueba ácida fue Bobby Fischer, un norteamericano de 29 años, genio precoz y sin habilidades sociales.
‘Bobby Fischer se fue a la guerra’ no es sólo el perfil del único campeón mundial de ajedrez de Estados Unidos; es una reconstrucción sin pretensiones del momentum de ese deporte en su historia. Un enfrentamiento auténtico, contaminado de política, sazonado con sicología y resuelto en 64 cuadros después de partidas memorables. A medida que el lector conoce al retador y a su rival, y piensa en la final en Islandia, se va llenando de preguntas. ¿Quién era ese Bobby Fischer? O mejor: ¿y quién se cree ese Bobby Fischer? ¿Por qué se niega a jugar? ¿Por qué Spassky espera pacientemente? Lentamente, como en un gioco piano – o juego lentísimo – el libro va respondiendo estos interrogantes.
El paradigma de la lucha entre la democracia y el comunismo, la metáfora de la Guerra Fría en un tablero de ajedrez, parecía perfecta. Spassky había crecido entre grandes maestros, subsidiado y privilegiado por el Estado soviético – que entendía el ajedrez como parte del trabajo de ideología –. Fischer era el epítome del sueño americano: hijo de inmigrantes, neoyorquino, con una ambición desmedida por el dinero y con lances de diva.
Pero la realidad no era tan obvia. Spassky era elegante y amable, no era integrante del Partido Comunista, desconfiaba de la KGB y leía a Dostoyevsky; y Fischer era la antítesis del superhéroe: jamás firmaba autógrafos y su pésimo gusto para vestir combinaba con su humor. El ruso era amable y carismático y el norteamericano huraño y hosco. El bueno era malo, y el malo, bueno.
El libro se detiene en todas las tensiones que se tejieron entre Estados Unidos y la Unión Soviética por cuenta del juego, propias de dos naciones que en el discurso público daban por superadas sus diferencias y en el privado desconfiaban entre sí a muerte. Durante la serie de 21 partidas (que los amantes de ajedrez echarán de menos al no encontrarse desarrolladas en el libro), Fischer acusó a un integrante del equipo contrario de intentar hipnotizarlo; Spassky insinuó que los norteamericanos lo habían desestabilizado, tal vez echando alguna sustancia sicotrópica en su café. Las sillas donde se sentaban fueron examinadas en busca de indicios; las cámaras filmadoras, sometidas a rigurosas pruebas de ruido. Dos siquiatras camuflados entre la audiencia analizaron a los rivales, observando a uno y a otro muy despacio, como si vieran un partido de tenis en cámara lenta. Los reportes cruzaban océanos y salían de cables directo a los escritorios de los dos gobiernos.
Los autores se refieren a ambos protagonistas, pero sin duda profundizan más en Fischer. Un genio, a diferencia de muchos de la historia, totalmente comprendido. Comprendido por sus rivales, que soportaban sus absurdas exigencias (como obligar a jugar una partida en un depósito por aversión a la bulla del público); comprendido por sus mujeres, que aguantaban una cita con un tablero de bolsillo sobre la mesa, al lado de la comida y del vino; comprendido por sus seguidores, que le perdonaban que regalara un alfil y un juego como un principiante, o que no llegara a jugar por un ataque de ira. Y comprendido, claro, por Edmonds y Eidinow, los autores del libro.
Genio comprendido por la sencilla de razón de que su juego era letal e impredecible. Fischer se arriesgaba con aperturas que no conocía, hacía sacrificios de piezas como un kamikaze y podía liquidar a un rival en la jugada 15 o en la 65. Quienes lo enfrentaban no sólo perdían sumariamente, lo que a la postre era una salida digna. Caían enfermos, se volvían paranoicos, vociferaban y deliraban. Terminaban arrastrándose, ellos y sus piezas, por el tablero.