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Ajedrez y Asesinos

Ifcallera
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Me parece interesante  este texto y lo comparto con ustedes. Luis Calle.

Texto escrito por: Juan Antonio Montero Aleu 

“No existe tanto misterio en diez asesinatos como en una partida de ajedrez”

Akiba Rubinstein


Alexander Pichushkin no es ninguna figura del ajedrez: no es Gran Maestro, ni Maestro Internacional ni una figura en ciernes. Pero Pichushkin sí está relacionado de alguna manera con este juego: es el denominado “asesino del tablero” o también “asesino del ajedrez”, un sujeto que se había propuesto matar a sesenta y cuatro personas -tantas como casillas tiene un tablero-, y que ya había asesinado a cerca del medio centenar.

Los asesinos múltiples no poseen personalidades tan complejas ni tan “atractivas” como nos las suelen presentar en las películas norteamericanas, tan fascinadas por todo lo que rodea a la violencia. Muy pocos de ellos llegan a rozar siquiera esa profundidad diabólica ni esa habilidad de solucionador de crucigramas que parece caracterizar al “serial killer” de película, más bien lo contrario: Alexander Pichushkin solo asesinaba a personas miserables y desgraciadas –mendigos, drogadictos, alcohólicos, ancianos solitarios- a los que previamente intentaba emborrachar por aquello de que el chico no corriera ningún riesgo. Eran un blanco sencillo, y no había que ser ningún genio del mal para planificar y ejecutar el crimen. Está claro que, como vil criminal, Alexander está en lo más bajo del escalafón: es tan admirable como esos perros descerebrados que ahora tanto abundan –similares a sus dueños- cuya única cualidad radica en morder, mucho y bien.

Parece que el señor Pichushkin contabilizaba sus víctimas en un tablero de ajedrez. ¿Por qué en un tablero y no en otro sitio? Los investigadores no han encontrado ninguna razón especial. Ocurre que en Rusia el ajedrez es un deporte muy popular, y como “buen” ruso es lógico que tuviera un juego de ajedrez en casa: debió suceder que simplemente se le viniera a la cabeza el número de casillas del tablero, sin ninguna otra razón especial, ya que parece que ni siquiera era aficionado al ajedrez. Si Pichuskin hubiera sido natural de cualquier otro país, a lo mejor hubiera utilizado un álbum de cromos de fútbol para llevar la contabilidad, por ejemplo.

La ocurrencia ajedrecística de Pichushkin sirvió en bandeja de plata unos magníficos titulares a los medios de comunicación: “Asesino del tablero del ajedrez” y “asesino del ajedrez” lo denominaron, sin dudarlo demasiado. El halo de talento, prestigio y racionalidad que envuelve al ajedrez, en conjunción con lo más cruel e irracional que existe: matar por matar. Se vendía por sí sola la noticia.

Distinto es el caso de Gilberto Rodríguez Orejuela, alias “el ajedrecista”. Rodríguez Orejuela era uno de los jefes del cartel de Cali, en Colombia, una organización que no se dedicaba precisamente a obras de caridad ni de ayuda al prójimo. El libro de García Márquez “Noticia de un secuestro” creo que es la mejor descripción que puede existir de un cartel, del gran país que es Colombia y de los héroes y villanos que están enfrentados en ese país a cuenta sobre todo del narcotráfico. A Rodríguez Orejuela sí que le encantaba el ajedrez. No se conoce exactamente su nivel de juego, porque por razones obvias no acudía a muchos torneos, pero se sabe que jugaba, y mucho. Por lo contradictorio del hobby y del oficio, rápidamente fue bautizado por amigos y enemigos como “el ajedrecista”, apodo que no parece que le disgustara. Cuando fue detenido y extraditado a los Estados Unidos, los titulares y los contenidos de muchas de las noticias que se dieron sobre él parecían más la crónica de un campeonato que la crónica de una detención: “Jaque mate al ajedrecista: la partida no terminó en tablas, sino que el ajedrecista hizo su último movimiento y tuvo que tumbar su rey…” Tal que así rezaba mucho de lo que se escribió sobre aquello.


“El ajedrecista” tuvo un hijo. Algo normal por otra parte; como también es normal que los hijos hablen más de lo debido acerca de los padres, cosa que a veces acarrea serios disgustos. El hijo del ajedrecista ha hablado más de la cuenta de su padre: aunque lo ha hecho ya un poco mayorcito y además por escrito, lo cual es todavía peor: “El hijo del ajedrecista” se titula el libro que ha publicado hace pocos meses. No trata el libro de estrategia, ni de teoría de aperturas, ni de finales... Habla de su padre “el ajedrecista” y de los amigos de papá en los buenos tiempos, entre ellos políticos y famosos. Gente que no debía de saber jugar al ajedrez, porque cuando ahora se les pregunta por aquello dicen no recordar nada, y ya se sabe que para jugar al ajedrez hay que tener por lo menos un poco de memoria...

El ajedrez prestigia todo lo que toca y lo envuelve en un halo de complejidad intelectual y estratégica. Presta este aura incluso al robo y al crimen, como saben muchos escritores. Lo sabe Matilde Asensi, escritora de éxito, que creó una banda de ladrones de guante blanco denominada “El grupo de ajedrez”: un grupo especializado en el robo de obras de arte en el que sus integrantes se nombran a sí mismos de la misma forma que las piezas del juego. También lo supo Agatha Christie y lo plasmó en una de las mejores entregas de Hercules Poirot, “Los cuatro grandes”.

Como también lo supo Ian Fleming, el creador del legendario James Bond, el agente 007. En la quinta novela de la saga, los servicios secretos soviéticos deciden de una vez por todas acabar con el agente de su Graciosa Majestad, porque maldita la gracia que les hacen las hazañas del susodicho agente. Quien diseña la operación para eliminar al entrometido James es el Director de Planificación de SMERSH –siglas de un organismo secreto cuya sola mención infunde pánico y horror-, que a la sazón es el malvado señor Kronsteen, ajedrecista para más señas. Kronsteen es retratado en la adaptación cinematográfica de la novela como una especie de ordenador ambulante dedicado a la estrategia asesino-ajedrecística: sólo planifica y ejecuta implacables movimientos: en el tablero cuando juega al ajedrez, y en lo suyo cuando trabaja. Por supuesto, carece totalmente de sentimientos: como dice de él un colaborador, “Kronsteen no se sentía interesado en los seres humanos... ni siquiera en sus propios hijos... No distinguía el bien del mal, solo entendía de jugadas... Para él, todas las personas eran piezas de ajedrez”. Si Kronsteen hubiera sido un personaje real en nuestra España, por malvado no está muy claro si hubiera acabado en la cárcel, pero por lo de los chiquillos, como mínimo le hubiera caído una visita de la supernany.

Ajedrez y asesinatos no están muy relacionados, afortunadamente. La complejidad del pensamiento que desarrolla el ajedrecista no se utiliza para esos menesteres. El gran Sherlock Holmes esta vez no tuvo razón cuando le dijo al bueno de Watson “el destacar en ajedrez, doctor, dése cuenta de que es signo de una mente intrigante”. Suele ser pacífico el ajedrecista: para rizar el rizo, incluso resulta harto difícil encontrar ajedrecistas a los que les guste la caza, cosa de la cual yo me congratulo. Solo hubo un caso en los anales del crimen donde se empezó a jugar una macabra partida de ajedrez, y fue en Ancona en 1996, ciudad italiana a orillas del Adriático. Un criminal al que la prensa, desempolvando sus conocimientos ajedrecísticos, denominó rauda y veloz el “alfil blanco”, mató a una chica de un modo brutal. El energúmeno mandó a la policía un primer movimiento escrito en un papel (1.b2-b3), al que se tardó poco en identificar como el primer movimiento de la apertura Larsen, y propuso a los investigadores “...jugar una partida de ajedrez. Por cada partida que pierda la policía, mataré a una amiga de la chica”. Como noticia, tuvo el suficiente morbo como para que se realizaran un buen número de interpretaciones criminológico-estratégico-ajedrecistas y para que se mantuviera en vilo durante semanas a la población. Afortunadamente, no siguió a esa jugada ninguna otra; tampoco fue detenido el asesino.

Es un juego pacífico el nuestro, jugado por personas que en general controlan muy bien los impulsos agresivos inherentes a la naturaleza humana. A lo más que se llega es a entregar algún peón envenenado al adversario, intentar hacerle la tortura española y poquito más.